1 de octubre de 2015

Hombres buenos

El aguardiente y la conversación de hace un rato le han fijado en la cabeza imágenes antiguas, recuerdos que rinden ahora mal servicio. Y entre ellos flota uno especialmente incómodo: el rostro cansado y los bigotes grises de aquel teniente, de nombre olvidado, que hace dieciocho años cargó, seguido sólo por un corneta, en el desfiladero de La Guardia.

No es, para ser exactos, remordimiento lo que agita el espíritu de Raposo. Sería demasiado pintoresco, en su caso. Igual que la mayor parte de los seres humanos, los individuos como él encuentran con facilidad justificaciones para cada uno de los actos de su vida, por crudos o miserables que sean; y raro es quien arrastra consigo más fantasmas de los que le conviene soportar. El suyo, esta noche, es más bien un recuerdo melancólico: una incómoda certeza de tiempo pasado y distancia irreparable. Quizá, también, de ocasiones perdidas. Al recordar el rostro de aquel oficial mientras sacaba el sable de la vaina y gritaba órdenes sabiendo que nadie las iba a cumplir, picando luego espuelas sin volverse a mirar atrás, Raposo se entristece más por lo que en otro tiempo pudo ser y no fue, que por otra cosa. Por sí mismo, en realidad. Por el hombre que en él dejó de existir, o de ser posible, apenas tiró de la rienda de su caballo, deteniéndolo como todos los otros, frente a aquel polvoriento desfiladero portugués. Es la suya, en fin, una melancolía tocante a su propia juventud, al tiempo transcurrido. A quienes pasaron por su lado sin que él retuviese de ellos lo que, tal vez, habría podido ayudarlo a dormir mejor en horas como ésta.

Arturo Pérez-Reverte