Los automóviles llegaron aquí un
año de repente,
y con ellos el tiempo, hacia mil
novecientos
cincuenta y ocho entonces.
Están los mismos tilos al borde del
jardín,
los mismos ojos detrás de la
ventana,
siempre conventual
a las fuentes vacías del invierno.
Nos fue dado el amor
de pronto por la vida y sus cosas
pequeñas,
armarios diminutos donde encerrar
la infancia.
¿Recuerdas?
Era blanco el tejado, y se posan
aún
de día las palomas
y sus ojos nos miran como un fuego
tardío
cada vez que salimos huyendo de la
casa.
Yo he buscado su piel en todas mis
amantes,
la marejada rubia de sus hombros,
la formación de almendras que
estallaba en su boca
y que luego ponía en las manos de
él,
él, que estaba allí,
allí también entre nosotros,
como un inmenso capitán de plomo.
Yo me pregunto entonces si este
rostro es mi rostro
o es la vieja pasión de una guerra
perdida.
Dos minutos ahora para salir a
escena.
Sentir sobre el escote
cómo arden los focos: canta,
canta para París
Y para Siena,
tú que crees que el tiempo no es
asunto
de tilos y palomas,
mi viejo capitán de plomo herido,
cierra tu dulce corazón
desperdiciado
a las nieves de un parque,
como si amaneciese y abrieras la
ventana
y por primera vez
notases que el invierno se ha
convertido
en éxito.
Luis García Montero