11 de diciembre de 2012

Canción de otoño

Germán llega a su taller de zapatería siempre a las nueve menos diez, prepara las herramientas y se sienta para ver llegar a su vecina de enfrente. Cualquier día saldré a saludarla de verdad, no con este gesto distante de cabeza. Cualquier día saldré, sí...

Agustina abre su tienda a las nueve en punto. Cada día el mismo ritual: mira brevemente al zapatero de enfrente, saluda educada con un gesto de la cabeza, busca las llaves en el bolso, abre la tienda y empieza a colocar en el escaparate los ovillos de lana de colores. Un día me atreveré, pasaré a saludarlo antes de abrir. Eso haré.

Germán trabaja contento. Mientras pone unas medias suelas o asegura un tacón, puede ver a su vecina con sólo levantarse de su banco de trabajo y mirar al otro lado de la calle. Le gusta la manera en que sonríe a sus clientes, su forma lenta de moverse, de coger los ovillos de la parte alta de la estantería; le parece que pone una gran ternura cuando le ofrece a las embarazadas lanas de colores pastel para ropita de recién nacido. Cualquier día iré a invitarla a un café, le caeré bien, nos enamoraremos.

Agustina acaricia las lanas a veces sin darse cuenta, mientras mira a hurtadillas, desde el escaparate, al zapatero concentrado en la reparación del calzado. Imagina sus manos precisas y duras. Un día iré al taller, nos enamoraremos. Cuando cerremos los negocios iremos juntos a casa cogidos del brazo, andando despacito y contándonos las anécdotas del día. Seremos felices.

A las ocho y media cierra Agustina. Lanza una mirada fugaz y como distraída a la zapatería y echa a andar por su lado de la calle, acera arriba.

Cuando ella desaparece al girar en la esquina, cierra Germán y echa a andar por su acera, calle abajo.

Soñó que las manos fuertes del zapatero acariciaban sus manos. Se despertó de golpe. Se levantó decidida a cruzar la calle y hacer la visita que deseaba hacer desde hacía años. Se vistió y peinó con especial esmero. Cuando llegó, temblorosa y sonriente, a la puerta de la zapatería, un cartel orlado en negro decía que el taller estaba cerrado por defunción. Cruzó a su tienda.
Lloró poniendo mucho cuidado en no manchar los ovillos de lana que colocaba en el escaparate: ese día tocaban colores tierra, por el otoño.

María S.